Francisco Javier Pereda era un joven universitario muy inteligente, que por su buen expediente académico en la universidad le habían propuesto varias becas de formación en medicina como neurólogo en el extranjero. Aquel era su sueño. Su familia la componían siete hermanos menores que él y su madre, que padecía una rara enfermedad que los médicos no habían podido diagnosticar.
Pero parecía que la madre había mejorado en las últimas semanas. Estaba segura de que Dios la había curado para que así su hijo pudiera viajar al extranjero a finalizar sus estudios, y ser un gran médico. Un mañana, cuando la madre se encontraba en la cama aún medio dormida, Francisco Javier entró en la habitación para preguntarle cómo se encontraba. Ella se sinceró con su hijo y le explicó que lo que más feliz le haría sería que su hijo pudiera aceptar la beca, y que Dios le había dado fuerzas. Ya se encontraba mejor y ya podía estar al cuidado de sus otros hijos. Por fin Francisco Javier podría hacer realidad su sueño.
Y así fue. El joven viajó hasta Francia, donde acabó la carrera de Medicina y se especializó en neurología. Durante el tiempo que estuvo como residente conoció a una chica, Emilie, una residente obstetra. Se conocieron durante una convención en el hospital en el que ambos trabajaban. Les encandiló la conferencia, después de ésta se quedaron charlando durante horas. Y al día siguiente más. Y a la siguiente semana más. Se enamoraron perdidamente el uno del otro.
Al cabo de unos años finalizaron la residencia. Durante ese tiempo, Francisco Javier había mantenido contacto telefónico con su familia. Su madre se encontraba en perfectas condiciones, su extraña enfermedad había desaparecido. Sus hermanos habían crecido y ya podían cuidar de sí mismos. Pasado ese tiempo, Francisco Javier deseaba volver a su país y visitar a su familia, pero Emilie no podía acompañarle, tenía que trabajar.
Francisco Javier viajó hasta Lima. De nuevo se encontraba allí, en la habitación de su madre por la mañana. Ella tumbada en la cama. Él de pie mirándola, observando sus últimos momentos de vida. Se acercó sigilosamente a ella, le cogió de la mano, se arrodilló a su lado, y comenzó a llorar. Comenzó a llorar al darse cuenta de que ya no podría ir a estudiar al extranjero, que ya nunca conocería a Emilie, porque tendría que quedarse cuidando de sus siete hermanos pequeños. Comenzó a llorar porque había fallecido su madre, y con ella, todos sus sueños y esperanzas.
Pues, no sé, mi querido Víctor, yo sí que lo veo bastante cuento...aunque no tengo muy buen criterio para esto. ¡Ya me parecía a mí raro lo del final feliz en tus manitas. Me ha gustado mucho, gracias
ResponderEliminarCreo que cuento, pero tampoco estoy segura. A Victor no le gustan los finales felices jaja.Siempre acaba sorprendiendome y eso me gusta...
ResponderEliminarMuy bueno Víctor. Y muy muy muy auténtico. Como la vida.
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