jueves, 13 de enero de 2011

IRONICO AMOR

Es un buen ejemplo de personificar objetos para expresar dudas y situaciones, muy humanas.
Lo escribió Mercedes Abad, periodista y escritora. En 1985 ganó el premio de narrativa erótica La Sonrisa Vertical con el libro Ligeros libertinajes sabáticos.

IRONICO AMOR
En medio de la desaforada danza a la que la constante agitación de la coctelera nos obliga, el cubito de hielo y yo (uno de esos trocitos de limón que se ponen en el Martini) caímos el uno en brazos del otro. No hubo maquinación ni astucia alguna por nuestra parte, sino mero azar, pero lo cierto es que, nada más vernos en aquella postura ridícula, pugnando denodadamente por mantener el equilibrio, prorrumpimos en estruendosas carcajadas y, como quiera que la risa compartida es una de las cosas susceptibles de provocar mayor complicidad, nos caímos la mar de simpáticos. Tras aquel nuestro primer y casual abrazo el cubito me condujo a un rincón de la coctelera donde el movimiento parecía menos salvaje que en otras zonas. Ambos nos entregamos entonces a una deliciosa charla en la que, minuto a minuto, iban aflorando nuestras hondas afinidades. ¡Qué parecidos éramos (los dos tan refrescantes y con tanto carácter), y qué bien parecían entenderse nuestras sensibilidades! ¿Cuántos amantes -me decía yo apra mis adentros- no se habrán estremecido, en los albores de su relación, ante esa intensa  siempre sorprendente sensación de comunión de las almas y de extrema complicidad que el amor, al menos en sus primeros latidos, proporciona? Sin emabrgo, a medida que nuestra relación proseguía, empezaba a embargarme la sensación de que, más allá de afinidades y similitudes, lo que realmente me atraía del cubito era precisamente su radical alteridad, su absoluta diferencia, su distinta manera de sentir las cosas y de comportarse frente a ellas. al poco, él me confesó que lo que le seducía irremisiblemente de mí era mi acidez, mi sabor fuerte y estimulante y la visión tan punzante del mundo que tan amenudo mostraba yo. Profundamente enamorada ya tras estas palabras (¡qué difícil es a veces mantener amordazado el vanidoso yo!), le dije a mi vez que me cautivaba su delicada gelidez, su imperturbable distancia frente a las cosas, el permanente desafñio que para mí constituía su frialdad. El juego de opuestos, de contrarios y de imágenes invertidas se había puesto en marcha y nada ni nadie podía ya detenerlo; nos juramos amor eterno (al fin y al cabo nuestra vida dura lo que un cóctel) y nos consruimos un pequeño nido de amor en aquel refugio. Los primeros instantes transcurrieron en medio de la felicidad y la exaltación que habíamos previsto, pero -¡ay!- las cosas no tardaron en torcerse; no había aún acabado el camarero de agitar la coctelera cuando, absolutamente furiosa y fuera de mí, yo le reprochaba al cubito su monstruosa frialdad y él me acusaba a mí de haberle amargado la vida con aquella mi sempiterna acidez. Se planteó el divorcio y ambos nos mostramos de acuerdo en que ésa sería la mejor solución. Nos separamos con dolor y cierto resentimiento, intentándonos demostrar, además, que seríamos perfectamente capaces de vivir el uno sin el otro, abofeteándonos con nuestra simulada autosuficiencia. Apenas nos hubimos despedido, me golpeó una amarga ironía. ¿No era absurdo, uno de los muchos dolorosos sarcasmos con que nos premia la existencia, que las mismas características que nos atraen y hechizan de alguien sean las que luego nos mueven a la repulsión y al rechazo? Volví la mirada en busca del cubito, pero todo lo que descubrí fue un charquito de agua en un rincón de la coctelera.


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